En dias pasados hable de la partida de un ser humano maravilloso con el que comparti algunos momentos muy gratos en unas charlas sobre mitologia griega tituladas "los dioses en el mundo empresarial", reuniones de los dias miercoles a las 7:30 pm, una vez al mes, donde nunca quise faltar, extraorinarios ratos donde los conocimientos de Carlos y su inconfundible forma de comunicar, nos seducian llevandonos a otra dimensión, conoci a Atenea, Apolo, Dionicio, Hermes y por supuesto a Zeus.
El placer por escucharte fue un privilegio, y el vino compartido con todo el grupo despues de cada una de tus charlas perdurara mucho tiempo en mi memoria.
El viernes 27 de septiembre fue la última vez que te escuche dictando una conferencia, en el Congreso de AVEPSI, note tu voz sumamente emocionada y me di cuenta como esta situación vivida te mantenia perturbado, te pedi la charla para compartirla en este blog y me dijiste que con gusto me la enviarias; no me llego, no alcanzo el tiempo, pero se publico en la Web del centro de estudios junguianos al que perteneces, y estoy segura que te alegraria que la comparta con otras personas, asi que la tome de la web y se las traje: ttp://www.centroestudiosjunguianosenvenezuela.com/el-gueto-carlosvivas.html
En memoria de
un entrañable amigo.
El
Gueto
Carlos Vivas
Ramírez (+)
Abogado,Psicoterapeuta,miembro
Junta Directiva de Avepsi
Trabajo
presentado en el VIII Congreso de Avepsi. Puentes sobre Aguas
Turbulentas.Psicoterapia de las Rupturas y Reparaciones. septiembre
2013.
Varsovia
fue la ciudad escogida por la Alemania Nazi para establecer el
gueto judío más
grande de Europa durante el Holocausto. En Octubre de 1940, los nazis cerraron
el acceso del gueto al mundo exterior cercándolo con alambres de púas y un muro
de 3 metros de altura y 18 kilómetros de largo. En este tenebroso lugar, en
apenas tres años, el hambre, las enfermedades y las deportaciones a campos de
concentración y de exterminio redujeron la población del gueto de 400.000 a
50.000 habitantes.
Guardando la distancia con la tragedia judío polaca, pienso que la otrora alegre, optimista y pujante clase media venezolana se ha visto obligada a vivir marginada en guetos citadinos. Este grupo social sobrevive aislado entre alambres de púas, rejas y paredes en sectores que a toda costa evita abandonar. La inseguridad producto de la pobreza, la ineficiencia policial y la impunidad judicial, los ha obligado a subsistir en un auto encierro permanente. El hampa, muchas veces policías activos, hace el trabajo de los nazis desalmados en Varsovia. Mantiene a raya a los habitantes del gueto amenazando constantemente su integridad personal.
La gente pasa
del reclusorio de su vivienda al del trabajo, colegio o universidad. Los
vehículos se han convertido en calabozos rodantes con vidrios ahumados. Hay que
manejar con ojos en la espalda por el terror a que algún motorizado toque la
ventana con una pistolota calibre 45 y exija reloj, celular, cadena y cartera,
y rezar para que tenga el detalle humanitario de no pegarte un tiro en la
cabeza.
Pocas
veces al mes, se visitan los centros comerciales protegidos como prisiones por
batallones de guardias. Las idas al cine se han convertido en una experiencia
angustiante pues nunca se descarta el atraco múltiple ejecutado por un grupo
comando. Entrar a las urbanizaciones y conjuntos residenciales se asemeja mucho
al paso del muro de Berlín en tiempos de la Alemania dividida: garitas, casetas,
reflectores, rifles, escopetas, guardias. Caminar por calles y bulevares pasó a
ser una anécdota familiar más de las contadas por los padres, y que los hijos
escuchan con escepticismo, asombro y hasta envidia.
La soledad
y la opacidad nocturna descubren en toda su magnitud la angustia y el temor en
los guetos. Las salidas noctámbulas a restaurantes se hacen dentro del gueto y
tempranito. La libación y el baile en antros trasnochadores se le dejan a los
jóvenes, y a los mayorcitos amantes de los deportes extremos.
El visiteo
después del crepúsculo es ahora una actividad con un altísimo contenido
logístico: ¿La zona de tu gueto tiene vigilancia? ¿Cuántos calabozos rodantes
caben en el estacionamiento de tu edificio? Llámame cuando salgas; dame un ring
cuando llegues; no te bajes si ves algo raro, dale una vuelta a la manzana antes
de meter el carro por si te están siguiendo; ¡ni de vaina se te ocurra
despedirte en la calle¡ Los adioses tradicionales llenos de besos y amapuches
pasaron a ser propiedad exclusiva de los imprudentes.
Cae la
noche, los habitantes del gueto se recogen temprano. La oscura soledad inunda
las calles que en un pasado relativamente reciente rebosaban alegría y
vitalidad. El silencio y la calma impregnados de miedo se apoderan de la
ciudad.
La
clausura muda es sólo interrumpida por muchachos alegres que juegan a ser
felices en su omnipotencia juvenil.
En el
hogar, los padres se asoman sigilosamente por la ventana y, con el corazón
temblando de angustia, ven partir a sus hijos inocentes a disfrutar otra
riesgosa juerga nocturna. Él coloca el teléfono celular sobre la mesa de noche y
finge dormir. Ella, como en tantas noches, eleva una plegaria nocturna a la
virgen para que el manto divino proteja a sus retoños adorados. Dos lágrimas
ruedan sobre sus mejillas: llora porque su ciudad querida, la aldea de sus
afectos, se ha convertido en un inmenso gueto peligroso y
sombrío.
Junto con
el despertar del nuevo día y el regreso de los hijos al hogar, la vida parece
recuperar su equilibrio. El padre apaga el celular, la madre en silencio da
gracias a Dios y ambos comentan aliviados: “Llegaron”. Concientes de que su
alegría es pírrica, esperan resignados, como Sísifo, la próxima salida sus
herederos. Tendrán que empujar la piedra de la angustia por la empinada ladera
del miedo, una y otra vez.
Una noche
como tantas, frente al Ávila despejado y limpio, la familia, sumida en su
inocente indefensión, disfruta la paz acogedora del hogar. De pronto, sin aviso,
con sorpresa artera, la maldad ataca sin piedad y viola la intimidad del sagrado
espacio familiar. La psicopatía, sembrada y nutrida por años en los cerros
citadinos, exacerbada y desbordada por el momento político del país, se presenta
con su máscara más común: disfrazada de cinco jóvenes repletos de odio y
resentimiento, sedientos de hambre, poder y venganza, penetra el gueto protector
y clava sus colmillos desgarrando a la venerada Hestia, el espíritu sensible del
hogar.
Con armas
infectadas de vacío, rabia, y deseos insatisfechos, someten a un grupo de seres
indefensos cuyo único pecado es haber tenido algo de éxito en la vida, producto
de años de trabajo y esfuerzo. La familia entera, padre, madre, hijos, cae de
rodillas y amordazada, con las manos atadas en la espalda, es sometida a la
vileza del sufrimiento físico y la tortura psicológica.
Los padres
aterrados ven el cañón del revolver frío y asesino merodeando los rostros de sus
vástagos; los hijos no podrán olvidar nunca la imagen de sus héroes envejecidos
amenazados por las fauces perversas de la maldad despojada de ataduras. La
familia abatida observa a los espectros deambular por su intimidad asaltando
todo lo que encuentran de valor. Con los ojos fijos en el piso, pueden sentir
que el hogar es agredido, violentado, profanado. Las lágrimas del miedo, la
rabia y la impotencia afloran espontáneas.
Los agresores
experimentan el éxtasis del poder absoluto. La adrenalina corre por su venas
peligrosamente mezclada con alcohol y droga. Una danza arcaica y macabra
revienta la escena: los desalmados brincan sobre las camas cual primates
enardecidos y celebran con gritos eufóricos la expoliación del hogar; rinden
culto a sus pistolas, símbolos de dominio, desafiando al cielo a través de los
techos. Uno de ellos apunta a sus víctimas y hace girar con crueldad el tambor
del revolver calibre 38, simulando jugar a la siniestra “ruleta rusa”. Con voz
ladina y mueca cínica, el asaltante pregunta ¿y si se me va un tiro? De
inmediato, una risa diabólica emerge de su garganta y retumba en el ambiente,
hiriendo para siempre el alma de la familia.
El drama
primitivo y desigual desnuda ante las víctimas una realidad solo imaginable en
las escabrosas películas de terror.
Lo más
abyecto de la naturaleza humana se encarna en cinco malandros desbordados,
disfrutando el paroxismo de ser poseídos desvergonzadamente por la
maldad.
Sufriendo en
silencio, cada una de las víctimas se enfrenta a su tragedia. De reojo, miran
con fervor la imagen hermosa de la Virgen de Guadalupe que sobresale luminosa en
la pared principal del cuarto donde se encuentran prisioneros. Rezan, pero
dudan: “¿Nos estará protegiendo o nos habrá abandonado?”, se
preguntan.
Después de
tres horas y media de suplicio, los asaltantes deciden que el botín está
completo. Profiriendo insultos y amenazas se marchan triunfales cargados del
trabajo ajeno. Un silencio de pesar y tristeza envuelve el ambiente. La familia
prudente decide esperar unos minutos para asegurarse que los agresores han
partido. Lentamente logran desatarse y recorren indignados la morada destruida.
La maldad no ha dejado piedra sobre piedra, lo que no se robaron está esparcido
por los pisos.
Padre,
madre e hijos han atravesado la terrible noche oscura por la que nadie quiere
pasar. El gueto fue inútil. La llama cálida de Hestia se ha extinguido, la
sensibilidad del hogar violada. Los daños materiales son obvios, las heridas
psíquicas saldrán a la luz con el tiempo. La familia intentará reconstruir su
vida con una pesada carga en el alma.
En mi
opinión, la crueldad de la situación en Venezuela radica fundamentalmente en que
la víctima herida continúa viviendo con el riesgo de sufrir un nuevo ultraje,
riesgo que en el mejor de los casos permanece intacto. Es como enviar de regreso
a la guerra a un soldado que sufre de estrés postraumático producto del combate.
Unas rejas más en la casa, un cerco eléctrico que cuide el edificio, una puerta
blindada y hasta un arma, intentan mitigar el hecho cierto de que la situación
parece empeorar.
La
proliferación de hechos delictivos es de tal magnitud que aquello que antes era
una mera expectativa, hoy es prácticamente una certeza, caer es solo cuestión de
tiempo. Si antes el venezolano tenía, al menos, la ilusión de escapar a la
ruleta de la desgracia, ahora reina la desesperanza.
El
problema de la inseguridad en este país rebasa por mucho la psique civilizada.
La maldad desbordada nos ha llevado a terrenos de los instintos más primitivos.
Aun en los inicios del siglo XXI, una parte crucial de nuestras vidas se ha
convertido en sobrevivencia primigenia. En Venezuela la maldad manda, está
completamente desbocada, sus aguas perniciosas han inundado rincones
inimaginables, asfixiando a los pobladores de esta tierra
enferma.
Un
estudio reciente liderado por el Dr. José Miguel López revela “que en la esfera
de los problemas de ansiedad, la incidencia de casos nuevos fue de 73,2%, aun
cuando la Organización Mundial de la Salud señala que en los países en guerra
esa cifra se sitúa entre 40% a 50%”. Esta información es difícil de digerir: en
nuestro país “los estragos de la inseguridad en la psique colectiva son peores
que en los países en guerra”.
Creo
importante acotar que, en la guerra, las reglas de enfrentamiento (ROE) están
claras. Se sabe con certeza quién es el enemigo, dónde se lucha y por qué se
asumen los riesgos. Cada bando se unifica y organiza bajo una cruzada que busca
dar sentido a la profunda alteración de su vida emocional.
El caso
venezolano es diferente, nada está claro. El ambiente en el que se mueve el
ciudadano es un caos enloquecedor en el que los roles sociales se encuentran
distorsionados. Se sufre la incertidumbre dañina de sospechar, con fundamentos,
que las instituciones que deben proteger, agreden; las que deben amparar,
abandonan; las que deben impartir justicia, atropellan; las que deben promover,
despojan; y las que deben informar, engañan. Nada es lo que parece ser. El
hombre común no haya a que atenerse. Los referentes de la vida cotidiana están
deformados. Nos hemos convertido en extranjeros en nuestra propia tierra. Para
protegerse, el individuo entra y sale peligrosamente de la realidad cuando le
es posible y a conveniencia. A pesar de que mueren más personas y se genera más
enfermedad mental que en las guerras, intentamos disociarnos de la tragedia y
“sobrevivir como si no pasara nada”.
Ahora
bien, en relación a la inseguridad, la psicoterapia atraviesa una realidad
innegable: terapeuta y paciente viven exactamente en las mismas condiciones,
soportan las mismas angustias y sufren los mismos miedos; ambos son victimas del
terror a ser el próximo titular en las páginas de sucesos de cualquier
periódico. Juntos se encuentran recluidos en los vulnerables guetos
citadinos.
Más allá
de los medicamentos útiles y necesarios, más allá de las distintas técnicas
terapéuticas, surgen dudas razonables: ¿Qué puede hacer un terapeuta si él
también se halla sumido en la misma tragedia que su paciente? ¿Es posible curar
desde una herida no cicatrizada y sangrante? ¿Qué hacer cuando la escucha es
insuficiente y el discurso se agota?.
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Carlos
Vivas, Trudy de Bendayán y Ángel Oropeza lo acompañaron en su última
intervención de su vida en algo que lo apasionaba.
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Cierto es
que la psicoterapia, en el ámbito de la inseguridad, pasa por un momento inédito
para los que la practicamos. En una suerte de amalgama curador-herido, el
espacio terapéutico se ha adaptado a las circunstancias de tal manera que
tratante y tratado se encuentran a menudo sentados conversando sus penas en la
misma acera. Ambos giran en círculos oscuros buscando una luz que no se
enciende. Caminan juntos sobre el filo de la navaja, asediados por el temor
incesante de ser cortados. Las palabras de angustia del paciente resuenan en la
psique del terapeuta que revive como propio el sufrimiento ajeno: él también es
víctima de la inseguridad, él también tiene familia, sufre y siente sus propios
miedos. Más que nunca las condiciones de vida imponen al curador la humildad del
herido.
Para
finalizar, además de la confusión de emociones que genera el trauma cotidiano en
que vivimos -miedo, rencor, rabia, culpa-, me gustaría rescatar dos sentimientos
perfectamente tratables en la terapia: el desamparo y el desamor de la vida. En
mi experiencia, cuando el miedo y sus secuaces temporalmente amainan, surge en
el individuo una profunda sensación de desamparo. La violación del gueto, la
destrucción del refugio necesario, dejan a la victima psíquicamente abandonada,
huérfana, solitaria ante la maldad humana. Asimismo, la víctima llega a sentir
el desamor de la vida, la indiferencia fría del universo y hasta el castigo
injusto de los dioses.
Allí el
encuentro juega un papel crucial: convertir el espacio terapéutico en un refugio
cálido donde ambos, paciente y sanador, puedan compartir su humanidad ante una
naturaleza que presenta su lado injusto y salvaje.
Generar
una alquimia curadora impregnada de Eros, de conexión emocional, que ampare al
paciente y lo haga sentir de nuevo aceptado, querido por la vida.
Debemos
recordar que en la sabiduría ancestral de la mitología griega, en la
Teogonía de Hesíodo, Eros surge del caos original junto con
Gea (la Madre Tierra) y junto con el Tártaro (el Inframundo). En la comedia de
Aristófanes, Las aves, Eros brota de un huevo puesto por la Noche
(Nix), quien lo había concebido junto a la Oscuridad (el Erebo). Eros
encarna “no solo la fuerza del amor sino también el impulso creativo de la
siempre floreciente naturaleza, la Luz primigenia que es responsable de la
creación y el orden de todas las cosas en el cosmos”. Este dios
primordial es concebido por el hombre como el más poderoso aliado para enfrentar
el caos, la oscuridad y el miedo.
Entonces,
el curador, con algo más de saber y aferrado a las alas de Eros, debe acompañar
el alma herida del paciente por la senda incierta y desapacible que ambos
recorren. Y que a pesar del caos y la oscuridad reinante, atravesando sus
propios miedos, el terapeuta haga cierto el lema de este congreso y en ese breve
espacio sanador logre “extenderse sobre sí como un puente sobre aguas
turbulentas”.
In Memoriam
Carlos
Buenaventura Vivas Ramírez
El caso
que nos presentó Carlos, apenas unos días antes de que los hilos de su vida
fueran segados súbitamente por la infausta Átropos –la más temible de las diosas
del destino-, no fue una situación hipotéticamente ficcionada ni un caso
clínico. Lamentablemente fue su propio drama vivenciado un par de meses atrás.
Carlos, identificado mayormente con su rol de pater familia –quizá como
compensación de su condición de hijo póstumo- sintió haberle fallado a la suya
ante la trágica situación psicopática vivida y descrita en su ponencia. No logró
“sobrevivir como si no pasara nada”. Se sintió, frente a los suyos, como “un
héroe envejecido” ante la amenaza de las “fauces perversas de la maldad
despojada de ataduras”.
Carlos
clamaba por encontrar salida a su sentimiento de “desamparo y de desamor por la
vida.” No obstante, a pesar de sus múltiples esfuerzos, no pudo lograrlo. El
destacado escritor noruego, Henrik Ibsen, describía el “asesinato del alma” como
“la destrucción del amor por la vida en otro ser humano”. Esa noche aciaga….esa
noche imborrable en su memoria y la de los suyos, en los que, como muchos, había
sido víctima de la psicopatía desbordada que nos habita como país, le había
asesinado el alma.
Sólo me
resta decirte, querido Carlos, en cualquier dimensión en la que te encuentres,
es que has dejado una huella indeleble en muchos de los que tuvimos la
“buenaventura” de conocerte. Mi imagen más imborrable y quizá menos conocida
públicamente, era la de cultivador de bromelias. Fuiste capaz, con tus manos
expertas, de dotarlas de máximo esplendor. Así te recordaré siempre amigo
querido.
Paz a sus
restos
Trudy de
Bendayán